11 de febrero de 2011

LAS MALVINAS DE GIBRALTAR


Por Pablo D. Almoguera

Era un plan descabellado. Casi suicida podría decirse. De esos que te mantienen inmóvil en la sala de cine y que hubiese convertido al Campo de Gibraltar en un lugar clave para el devenir de la Guerra de las Malvinas. Cuatro militares argentinos que se hacían pasar por turistas y cuyo objetivo era atentar con minas submarinas contra los barcos de la Royal Navy en El Peñón. Esta es la historia de una operación que se desarrolló en la provincia de Málaga y que evitó uno de los mayores conflictos diplomáticos de la historia de España.

1982. Año de Mundial. Naranjito calentaba sin saber que iba a quedar marcado por un nuevo fiasco de la selección. Leopoldo Calvo Sotelo estaba al frente del Gobierno y el enfrentamiento dialéctico entre Reino Unido y Argentina por la soberanía de las Islas Malvinas dio paso a las armas.

La superioridad del ejército británico decantaba la balanza de la victoria a su lado y los militares argentinos decidieron llevar la guerra al extranjero. El objetivo eran los barcos de la armada inglesa y la persona que se empeñó en ello supuestamente fue el almirante Jorge Isaac Anaya.

Los Montoneros

Éste fue el encargado de reclutar a un comando que llevara a cabo su obsesión. Un grupo de expertos entre los que se encontraban tres miembros del grupo terrorista Montoneros y un militar que debía evitar que se desmadraran. La punta de lanza era Máximo N. Un viejo enemigo del Gobierno argentino que entre 1970 y 1977 participó en atentados y secuestros y que en 1974 acabó con la vida del jefe de la Policía General Argentina y de su esposa haciendo explosionar la embarcación de éste. Un año después presuntamente fue uno de los buzos que hundió el destructor ARA Santísima Trinidad.

Su experiencia en este tipo de acciones llevó a las autoridades argentinas a olvidar el pasado. Los otros dos presuntos delincuentes eran Antonio N. L., alias «El pelado Diego», y un individuo del que se desconoce su identidad pero sí que apodaban «El marciano».

Los cuatro llegaron en abril de Buenos Aires a Málaga después de haber hecho escala en París. Se asentaron enFuengirola, donde se hicieron pasar por meros turistas. El plan era llegar en barca y desde Algeciras hasta las proximidades del puerto de Gibraltar y, una vez allí, bucear hasta colocar las minas submarinas en los barcos de guerra británicos. Después se dirigirían a Barcelona y, de allí, a Italia como último punto antes de regresar a su país.

Dos minas magnéticas

Las armas, dos minas magnéticas de fabricación transalpina y que cada una contenía 25 kilos de trytol, entraron en el país por valija diplomática y los pasaportes falsificados fueron encargados a un experto en la materia.

El comando continuó en la Costa del Sol con total normalidad ajeno al hecho de que la casualidad iba a dar al traste con sus planes. A la Policía Nacional una gran banda compuesta por sudamericanos les traía en jaque. Habían llegado a matar a un vigilante de seguridad en un atraco en el hospital de La Paz de Madrid. La hiperactividad de este grupo hacía que la presión social fuera alta y se decidió tomar cartas en el asunto.

Para ello se trazó la llamada operación Vilariño. Un golpe con el que se quería acabar con la banda. La orden era «morder» y vigilar a cualquier sudamericano sospechoso. En Málaga los encargados de este cometido eran los componentes del grupo de Delincuencia Internacional. Los agentes habían lanzado las redes y esperaban recoger pistas de sus informadores. Uno de ellos era el propietario de un Rent a car donde, por cuestiones del azar, los militares argentinos alquilaron el turismo en el que pretendían desplazarse a la localidad gaditana de Algeciras.

Los investigadores se pusieron sobre la pista. Uno de ellos, aún en activo, relató que los sospechosos estaban alojados en los apartamentos Javisol de Fuengirola. Era preciso saber sus intenciones, la «operación Vilariño» -que finalmente te saldó con más de 100 detenidos por prostitución, atracos, secuestros y falsificaciones, entre otros delitos- estaba en marcha, y no se podía fallar.

Con unos métodos que en la actualidad levantarían suspicacias, los policías entraron en las viviendas alquiladas y se quedaron de piedra al ver las minas submarinas. «Nos dimos cuenta de que teníamos una «patata caliente» entre las manos», señaló una de las fuentes consultadas, que explicó que lo primero que se hizo fue «llamar a Madrid y que allí se decidiera». «Se ha llegado a decir que era un golpe chapucero, pero tenían un material acojonante. Estaban dispuestos a intentar cambiar el curso de la guerra y traerla a Europa», dijo otro agente.

Las autoridades españolas optaron por el sigilo. Los cuatro militares fueron capturados, se les metió en un avión camino a Madrid y, de ahí, a Argentina. Trascurrieron pocas horas. El asunto se metió en un cajón. El entonces presidente del Gobierno, Leopoldo Calvo Sotelo, sabía que habían evitado un conflicto diplomático con consecuencias insospechadas. Todos respiraron cuando los agentes españoles que acompañaban en el avión al comando argentino confirmaron que ya estaban en su país.

Fuente: http://www.abcdesevilla.es. Publicado el 12 de abril de 2010

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